Perú, contra la represión y la traición
Sin duda alguna, a muchos sorprendió la llegada a la presidencia del Perú de Pedro Castillo, un personaje desconocido mundialmente, de origen popular, que se había desempeñado como un modesto maestro rural y había tenido alguna visibilidad en la huelga de maestros de 2017 desde su participación sindical. Esto en un país que como todos en Latinoamérica trae tras de sí una historia centenaria con la marca del despojo, el saqueo de recursos naturales, la recurrente represión a sangre y fuego a las demandas populares y a la insurgencia armada; de la imposición de dictaduras militares sangrientas, intervencionismo gringo, y últimamente, desde los años 90, de abiertas políticas llamadas neoliberales. Aunado a ello, Perú también viene de la corrupción y la inestabilidad política que había llevado al país a tener cuatro presidentes en cinco años y algunos expresidentes que incluso han sido encarcelados cuando ya no sirven a las grandes oligarquías gobernantes.
Pedro Castillo llega al poder en 2021, postulado por el partido político Perú Libre pero no de manera directa ni avasalladora de inicio, ya que en la primera vuelta alcanzó un 18.92% de la votación y fue hasta la segunda vuelta que alcanza el 50.13 % de los votos, superando a la candidata claramente neoliberal que alcanzó un cercano 49.8%, Keiko Fujimori, hija del tristemente célebre Alberto Fujimori, esa especie de Salinas peruano, pero que sí estuvo en prisión.
El presidente Castillo se inscribió en aquella difusa ola de gobiernos que en alguna medida expresan el descontento de todos los problemas acumulados por décadas y que se han clasificado como progresistas, nacionalistas o hasta de izquierda en el caso de quienes por alguna razón hacen cuentas alegres demasiado adelantadas. Sin embargo, el contenido real de cada uno de estos gobiernos se debe analizar específicamente para saber si, en efecto, alguno de ellos podría representar una alternativa de transformaciones profundas o solamente son acomodos de poder teniendo como telón de fondo a las masas mediatizadas y controladas en su potencial revolucionario.
Castillo llega al poder con un discurso y algunas reivindicaciones populares, pero quizás una de las más significativas y de mayor importancia programática era la de cambiar la Constitución Política fujimorista de 1993, misma que legalizó el despojo incrementado desde aquellos años por parte del sector privado. Se planteó también la convocatoria a una Asamblea Constituyente, un proceso que de haberse llevado a cabo de manera consecuente habría implicado la movilización y la participación del pueblo. Eso entre otras declaraciones que sonaban bien, tales como las que hablaban de regular la minería para beneficio del pueblo de Perú.
Al parecer, al gobierno de Castillo le ocurrió lo que a otros prometedores progresismos, que no bien han empezado a gobernar cuando ya se ven en la disyuntiva histórica irremediable: dar el poder verdaderamente al pueblo para llevar a cabo las transformaciones necesarias de manera consecuente o empezar a jugar a los malabares con las poderosas oligarquías para no asustarlas demasiado e ir jugando en su terreno, con sus reglas y sus instrumentos. O bien, querer ensayar una supuesta tercera opción, que consiste en “quedar bien con dios y con el diablo”, opción que acaba siendo sepultada por los poderes reales y que sólo es una mera quimera que cuesta cara a los pueblos.
Ya desde la campaña, posterior a la primera vuelta se creó la atmósfera para satanizar a Castillo desde la derecha, señalándolo de “comunista” o de apoyar al terrorismo años atrás, estrategia que al parecer empezó por dar resultado, pues ya en el gobierno se empiezan a ceder posiciones a grupos de derecha, centro derecha e izquierda oportunista y a matizar o retroceder en algunas de las promesas de campaña, mandando las ya sabidas señales de “respeto irrestricto a la propiedad privada” y a los grandes intereses del capital. Es más, y como una cuestión nada anecdótica, ya en septiembre del 2021 se estaba reuniendo con el jefe de jefes de la oligarquía “mexicana”, Carlos Slim, para ampliar las inversiones que de por sí ya son importantes en comunicaciones en Perú. O qué pensar de la posición política infame de pedir la intervención de la OEA para “solucionar” los conflictos que había entre la oposición y su gobierno. ¿Ingenuidad? Podría discutirse pero los resultados posteriores son objetivos y las buenas voluntades salen sobrando.
Y como es sabido, con un gobierno blandengue, que no organiza al pueblo, porque en el fondo teme verse rebasado, y con unas oligarquías que no veían a Pedro Castillo precisamente como su primera opción, es que se da una confrontación en el terreno del sistema, arguyendo salidas legaloides, pero sin contar con el pueblo organizado. Resultado: Castillo es destituido y llevado a proceso legal, con la traición de los mismos grupos políticos supuestamente aliados, y el apoyo del ejército, el Congreso, el poder judicial…y los Estados Unidos.
En el escenario posterior, ya con la imposición de la ex vicepresidenta Dina Boluarte como nueva presidenta, el factor Pedro Castillo se desplazó por completo y se abrió nuevamente la confrontación más clara entre los grandes intereses del capital y su sistema político, y la reacción popular con demandas que van mucho más allá de pedir el regreso de Castillo a la presidencia, o del llamado a elecciones. Lo que siguió al golpe fueron fenómenos con diferentes grados de desarrollo, pero de un contenido de lucha claro, reacciones de comunidades originarias, campesinos, estudiantes y obreros en diferentes partes del país, que desplegaron una serie de formas de organización y movilización (marchas, plantones, mítines, bloqueos y tomas de carreteras, asambleas populares, paros, etc.) ante lo cual el nuevo gobierno ha respondido con una brutal represión que lleva más de 60 muertos, miles de heridos, desaparecidos y detenidos sin distingo de edad o sexo. En una imagen que nada envidia a las dictaduras militares del pasado, el ejército ha llegado a entrar con tanquetas a la principal universidad peruana para desalojar violentamente a manifestantes de las regiones del sur que habían sido acogidos por estudiantes.
Por el momento, el movimiento popular en ascenso no ha sido capaz de revertir la usurpación de la presidencia, pero ya levanta las demandas acumuladas por décadas.
La historia vuelve a demostrar con sangre del pueblo que el descontento de los pueblos tiene como causas no a un grupo de políticos u otros, sino los efectos del sistema capitalista, y que no basta la supuesta buena intención de algún redentor y más si sólo busca mitigar tales efectos. Si los pueblos no generan verdaderas vanguardias proletarias organizadas en torno a las tareas históricas de destrucción del actual sistema, se verán condenadas a ir a la cola de tal o cual “progresismo” que siempre argumentará que la lucha por el socialismo es utópica y que se hace sólo “lo posible”, es decir, dar oxígeno al mismo capitalismo.
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