Emancipación de la mujer proletaria
Aleksandra Kollontai
De ojos grandes y mirada contundente y desafiante, Aleksandra Kollontai (1872) fue la primera mujer integrante de la dirección de una organización política proletaria, que condujo el triunfo de la primera revolución socialista de la historia —el Comité Central del Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia—, y la primera en ocupar un puesto gubernamental como encargada del Comisariado del Pueblo para la Seguridad Social, en 1917.
Al igual que una mujer de su tiempo —y muchas veces del nuestro—, la joven filandesa, hija de un general zarista y de una mujer campesina finlandesa procedente de la nobleza terrateniente, Aleksandra M. Domontovitch, conocida después como Kollontai —el apellido de su marido—, estaba “destinada” a ser esposa y madre. Aunque creció en una familia progresista y privilegiada, al contrario de millones de mujeres pudo estudiar, pero sus padres decidieron no mandarla a la escuela para alejarla de la ideología revolucionaria.
Pero el destino del ser humano está marcado por las circunstancias sociales y no por las acciones individuales. San Petersburgo, lugar en donde creció, era uno de los centros industriales más importantes de Rusia, y uno de los focos más notables del movimiento proletario: la primera manifestación obrera de toda Rusia, organizada por los socialistas del grupo de Plejánov, “Tierra y Libertad”, se produjo en 1876 en esta ciudad. Como ella misma dijo: “tempranamente adquirí clara conciencia de las injusticias sociales que imperaban en Rusia”, las cuales tenían un pasado vasto y doloroso.
En 1861 el Zar decretó la abolición de la servidumbre de los campesinos y la reforma agraria. Así, 23 millones de personas, de una población de 67, dejaron de estar sometidas a la voluntad de 103,000 latifundistas. Aunque esto significó un cambio positivo en la economía rusa, el campesinado siguió en la miseria. Con la reforma agraria el campesino fue “libre” para comprar o arrendar tierras, sin embargo, el valor de éstas se duplicó, por lo que para adquirirlas o trabajarlas, tuvo que endeudarse con sus antiguos señores.
En este contexto, el hombre, el padre, era quien decidía y controlaba desde los núcleos más pequeños, como la familia, hasta los más grandes, como el aparato estatal. La mujer estaba relegada a un segundo puesto. En el campo su trabajo no era tan importante —las pequeñas labores artesanales o agrícolas que desempeñaba no tenían un valor fundamental—, y su misión consistía en la crianza de los hijos y el cuidado de la casa.
Años después, en 1870, debido a una baja del precio de los cereales en Europa, 10 millones de campesinos quedaron en paro y comenzaron a engrosar el naciente proletariado industrial. Así, la miseria en el campo significó el despliegue de una incipiente industrialización, sustentada en la inversión extranjera. Para las potencias europeas era más seguro invertir en Rusia —la mano de obra era barata y el movimiento social estaba naciendo—, que en sus propios países en donde el movimiento obrero tenía un desarrollo superior; recordemos que en Francia aparece el primer gobierno obrero de la historia, la Comuna de París, en 1871.
En consecuencia, la población industrial creció. De 1887 a 1897, 50 mil hombres se integraron al proletariado metalúrgico y 34 mil al textil. Estas transformaciones permitieron el nacimiento de núcleos organizados del movimiento obrero, y los primeros grupos revolucionarios socialistas, pues desde 1848 la influencia del movimiento obrero en Europa se hizo sentir en Rusia, pero no en el proletariado, casi inexistente, sino entre los intelectuales, jóvenes de la burguesía y la nobleza, a la cual pertenecía Shura, como también se le conoció a Kollontai.
De la revolución rusa al 8M
Aleksandra Kollontai. Durante la década de 1881-1890, la nobleza volvió a adquirir privilegios que habían sido limitados: sólo la clase dominante tenía derecho a la enseñanza superior y los terratenientes debían ser parte de la nobleza. Por su parte, las condiciones de vida de los obreros eran terribles: trabajaban 14 horas diarias y carecían de viviendas (ni siquiera tenían una habitación por familia), al extremo de que el obrero tenía que quedarse a vivir en la fábrica. Por supuesto, no existían los derechos de asociación, de huelga y de expresión.
Frustrada de su vida de esposa y madre, Shura intensifica en este contexto su actividad política y se relaciona con grupos revolucionarios de San Petersburgo, lo cual le permite dar un salto cualitativo, pues comienza a unir su lucha personal, de mujer relegada a un segundo plano social, con la lucha y la defensa de los intereses del obrero, explotado y relegado también. Así, Shura comprende que su lucha “personal” es reflejo de la lucha de la clase proletaria, la cual acumula sobre sí todas las injusticias y la explotación posible. Este proceso, largo y duro, culmina cuando reconoce al marxismo-leninismo como método de análisis, de organización y lucha social.
Aunque la participación de las proletarias en el movimiento obrero fue lenta, su aportación a las luchas sociales fue mucho más valiosa que las de las sufragistas, y Kollontai, junto con sus compañeros de partido (Lenin, Krupskaya, Sverlov, Dzerzhinski, Stalin, por nombrar a los más conocidos), fueron los constructores, impulsores y representantes de las mujeres proletarias. A diferencia de la lucha femenina burguesa, las mujeres socialistas, organizadas en partidos y sindicatos, tenían objetivos diferentes: igual salario por igual trabajo; igualdad de oportunidades sociales y laborales; guarderías infantiles para los hijos de las obreras; protección social a la madre y al hijo proletarios, y por supuesto, para que esto fuera posible, la instauración de un Estado socialista.
Después del triunfo de la Revolución de Octubre y la primera constitución socialista de la historia, las mujeres conquistaron derechos políticos y sociales que en los países de Occidente eran inimaginables —aún lo son—, peor aún en aquellos en los que el ascenso del fascismo significó un retroceso brutal del papel social de las mujeres.
Kollontai fue aprendiendo que lo que nos diferencia no es el género, sino la actitud, la postura política y las acciones concretas que tenemos ante las circunstancias sociales que nos tocaron vivir. En la lucha contra el zarismo y por la revolución socialista, aprendió que existe un enemigo principal y común entre hombres y mujeres: la burguesía, y que, aunque dentro de las organizaciones que luchan en contra de éste existan atrasos, prejuicios o condicionamientos sociales con respecto a las capacidades de la mujer, uno de los principios que nos mantendrán unidos como clase proletaria es “unidad-lucha ideológica interna-unidad”.
En la práctica organizativa esto significa que en los momentos democráticos quienes no ostentan un poder histórico (mujeres y personas con una identidad de género diferente al hombre) debemos luchar en contra de esos prejuicios y trabas históricas, y trabajar desarrollando nuestras capacidades
políticas y sociales para ocupar el lugar que el pueblo organizado nos otorgue; pero también significa que en los momentos en los que el centralismo impera y es necesario, debemos asumir con responsabilidad, firmeza, convicción y confianza las tareas que tenemos en la lucha por la emancipación de nuestra clase.
La lucha de las mujeres socialistas nos enseñó que a través de nuestra participación política, las mujeres proletarias nos desarrollamos en dos sentidos: el personal, en tanto nos volvemos sujetos autónomos que se emancipan emocional e intelectualmente mediante la construcción colectiva y disciplinada de su organización; y social, pues como sujetos políticos luchamos contra un Estado burgués que nos oprime y limita, y construimos otro que garantice el desarrollo multifacético de la mujer, asegurando nuestra independencia económica y una infraestructura estatal gratuita y digna que nos permita no ser esclavas de la burguesía, del trabajo doméstico, de la maternidad no deseada u opresiva y, por supuesto, de la pareja.
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