La pandemia de la desigualdad
A Moni y Alma, hija y madre, víctimas de la desigualdad y de COVID-19
“FUE EN UNA MADRUGADA más o menos fría. Siempre prendía la tele mientras me preparaba para el trabajo. En las noticias insistían en quedarse en casa y en que debían abrir los locales de Polanco. ¿Y cómo se quedará en casa la gente que trabaja en los restaurantes de Polanco? Nunca he entendido a quiénes les hablan los noticieros porque nunca he sentido que sea a la gente que me rodea. Sólo cuando hablan de los malos, que somos nosotros. Para ellos, los de traje, lo único que tenemos es maldad y hambre. Ese día el cuerpo me pesaba un poco más al vestirme. Voy a dejar de cenar pan, me insistí por enésima vez en el año. Pero es que luego no me lleno.
Salí a la calle. Antes le di un beso a mi niño. Al contacto con el aire, mi piel estaba a punto de encenderse. No era normal, por supuesto. Mis ojos, si los cerraba, dolían lo suficiente hasta que se humedecían. Desde que tengo 19 años no me gusta cerrar los ojos porque me recuerdan cuando mi tío estuvo encima de mí. Y no es que al cerrar los ojos lo vea a él. Cuando los cierro, veo a mi hija, mi niña, mi Moni. Un recuerdo que se materializó en carne y huesos. Luego pienso en mi niño y pienso que todo estará mejor.
La calle se hizo demasiado larga. Llevaba diez pasos antes de que la respiración me diera el mayor susto de la vida. En esa madrugada más o menos fría, mi piel estaba ardiendo. Todavía siento ese calorcito que no sabía si era del clima o el verdadero calor de la esperanza. Pensé en lo segundo porque estamos a punto de llegar al invierno. Si tienes dudas, la esperanza se siente como un calorcito que te invade el cuerpo de repente y luego se esconde y luego vuelve a sentirse.
Hacía cinco días que una compañera de trabajo había dado negativa en la prueba de COVID-19. Hacía dos días que había muerto, dijeron que de neumonía. Al dueño de la empresa ni siquiera lo conocemos, dicen que es un judío, otros que un gringo. Lo cierto es que no ha cerrado ni nos ha pagado más por venir a exponernos. “El que no trabaja, no come”, dijo su achichincle.
En el trabajo, dos personas más faltaron al turno porque tuvieron síntomas. Yo lo supe, y ahora lo sé. En medio del almacén, me dije: “estoy infectada”. No tuve miedo porque escuché que sólo los viejitos son los que se mueren. Yo tengo una casa, unos hijos que debo cuidar. “Diosito no es tan malo”, dije. En los noticieros y en los debates siempre han dicho que quienes no tenemos dinero es porque no trabajamos. Incluso dicen que ser débil es sinónimo de pobreza. Tampoco entendía por qué dicen eso. Lo que sí sé es que los pobres creemos más en Dios, y por eso me dio fuerzas para terminar mi jornada laboral. El camión venía hasta la madre de lleno. Llegué a casa y después ya no supe nada. Apenas un ruido de ambulancia que se acercaba un poco más, un poco más y más, hasta taladrar los oídos.
Amanecí en esta cama. Me despertaron porque necesitan mi permiso para entubarme. Dije que no, porque cuando hacen eso uno ya casi se muere. “Pinches pobres, dijo el enfermero”, y se fue. Pensaba en ellos, mis niños, en si ya comieron, si durmieron bien, y de pronto sentí algo en mi pecho al darme cuenta de que podrían estar contagiados también. Pensé en el beso que le di a mi niño el día anterior. Quise llorar de pensarlo, pero las fuerzas apenas dieron para un último suspiro. Siempre supe que la vejez digna es un lujo que no tenemos todos. De niña, cuando jugaba con mis demás compañeros, yo les decía que no quería ser viejita; luego, en la adolescencia, dejé de pensar en la vida y en cambio decía: “sólo quiero vivir hasta los 40.” Sólo eran números. Más o menos así fue, y ahora entiendo el sentimiento que toda la vida quise negar: no querer nada, sino morir. Morir en paz. Una vez más las lágrimas quisieron tomar sus propias fuerzas para salir. Yo, inmóvil. Los miles de días que viví pasaron en dos segundos frente a mis ojos. Entonces vino la oscuridad, por fin una calma que me acechó desde mi nacimiento.”
Fue lo último que pensó la mujer. El año pasado se registró que 71% de los fallecidos en México por COVID-19 estaba conformado por personas jubiladas, con trabajo informal, de bajos recursos, y cerca de la mitad ni siquiera tenía acceso a la seguridad social. Se puede decir que más de 50% de los fallecidos son del pueblo pobre. Las cifras representan cómo la desigualdad ha golpeado a los de bajos recursos, cómo el sistema capitalista atenta contra la vida día a día, sin ni siquiera darnos cuenta.
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