Educación gratuita
¿Y por qué pagamos cuotas?
Dentro de los “10 Compromisos por la educación en México” que presentó el candidato Andrés Manuel López Obrador en Oaxaca, en el lejano 2018 se encontraban, entre otros:
Punto 1.Fortalecer la educación pública, gratuita y de calidad en todos niveles, teniendo a la educación como un derecho y no como un privilegio.
Punto 2. Alimentación en todas las escuelas de educación básica de las zonas pobres y marginadas del país.
Punto 4. Becas para todos los estudiantes de familias de escasos recursos que estudien en universidades o en escuelas de nivel superior. No habrá rechazados; 100 por ciento de inscripción a todos los jóvenes que deseen ingresar a las universidades.
Punto 10. Suspensión de cuotas que pagan los padres de familia para el mantenimiento de las escuelas.
Y ya como presidente electo reiteró su compromiso de que no iba a haber rechazados “como en el periodo neoliberal” y hasta se pronunció por la cancelación de los exámenes de admisión tanto en bachillerato como en nivel superior.
Así nomás de bote pronto, y manteniendo un principio de realidad básico, vemos que tales promesas están bastante lejos de la realidad que vivimos como pueblo en materia de gastos escolares, pagos de inscripción, cuotas “voluntarias”, gastos de pasajes y desayunos o comidas, materiales, internet, computadora, uniformes, y una larga lista de etcéteras que ponen en entredicho que la educación en todos niveles sea un derecho efectivo y gratuito.
Pero antes de comentar la situación que observamos, prácticamente en la etapa final del sexenio, hagamos unas consideraciones, a muy grandes rasgos, del proceso que venimos.
Sabemos que la educación en México es un privilegio y que a medida que aumenta el grado escolar, es un embudo en el que cada vez caben menos. Y también es un hecho que con la fase del capitalismo que llaman neoliberal el acceso a la educación se restringió aún más a medida que los sectores fundamentales de la economía se iban privatizando. Así, una educación masiva como responsabilidad del Estado tenía que desmantelarse, elitizarse y transformar sus contenidos al servicio de una economía maquiladora y cada vez más dependiente de los Estados Unidos.
El impulso a la educación pública a nivel medio superior y superior y la ampliación de la matrícula que se dio antes de los años ochenta respondió más bien a las necesidades propias de una economía nacional (aunque capitalista), que requería fuerza de trabajo con mayor calificación y en un número considerable para el sostenimiento y operación de cierta industrialización. O sea, que la masificación en la educación tampoco fue gracias a los sentimientos altruistas del capitalismo mexicano en cierto momento.
Volviendo a lo prometido desde un discurso antineoliberal y los ajustes legales que se han realizado a la Constitución, tenemos los siguientes:
Ya desde el artículo 3º. Constitucional se reconoce que toda persona tiene derecho a la educación y que el Estado deberá impartir y garantizar desde la educación básica hasta la superior, debiendo ser obligatoria, universal, inclusiva, pública, gratuita y laica.
Hasta aquí, como es costumbre en nuestra Ley Suprema, todo parece casi celestial, pero como es costumbre también, aquí empiezan unos “detallitos” que vienen a hacer el papel de “aguafiestas” en el ejercicio de los derechos del pueblo.
Ya desde la educación básica nos encontramos que las familias se encuentran con una serie de dificultades que impactan sobre el salario, precario de por sí, que hacen de la tal gratuidad un chiste cruel. Puesto que desde la oferta ya hay un mercado considerable de instituciones privadas adaptadas para cada bolsillo, en donde el costo por la educación ya se asume como un negocio cualquiera. Y hablando de las instituciones públicas, resulta que las inscripciones supuestamente voluntarias siguen siendo una obligación encubierta (o ni tanto, pues las lonas con el número de cuenta para el depósito de una cantidad fija son pan de cada día), así como la “invitación” a los padres de familia para cooperar en el mantenimiento de las instalaciones entre otros gastos. A ello debemos sumar una serie de gastos normalizados como una obligación aparte, como son los útiles, uniformes, pasajes y comida, etc. Algunos de estos gastos que hacen los padres de familia deberían estar incluidos en la supuesta gratuidad de la educación, al no hacerlo, el Estado se sigue desentendiendo de su obligación, vista de manera integral, con todas sus implicaciones.
Hablando de la legislación para la educación superior, nos encontramos con otros asegunes, expresados en la Ley General de Educación Superior (LGES), aprobada ya en este sexenio.
De entrada define en dos fracciones del artículo 6 los conceptos de gratuidad (por si alguien creía que gratuito era no pagar) y obligatoriedad.
En la fracción VIII nos dice que la gratuidad se entiende como “las acciones que promueva el Estado para eliminar progresivamente los cobros de las instituciones públicas de educación superior a estudiantes por conceptos de inscripción, reinscripción y cuotas escolares ordinarias, en los programas educativos de técnico superior universitario, licenciatura y posgrado, así como para fortalecer la situación financiera de las mismas, ante la disminución de ingresos que se observe derivado de la implementación de la gratuidad.” ¡Disminuir progresivamente los cobros es la gratuidad! Bueno, siquiera se diera un corto plazo para ello, pero lo cierto es que no sabemos si vamos a tener que esperar una quinta o sexta transformación para gozar de este derecho constitucional.
En la fracción XII nos define la obligatoriedad como “las acciones que promueva el Estado para apoyar el incremento de la cobertura de educación superior, mejorar la distribución territorial y la diversidad de la oferta educativa.”, o como lo dijéramos los mortales “ahí con lo que guste cooperar”.
Es decir, vemos cómo lo que se plantea en la Constitución como un derecho se matiza en la LGES, a fin de seguir pateando el bote pero con la conciencia tranquila.
En su artículo 62, nos habla de un “financiamiento progresivo” de conformidad con la disponibilidad presupuestaria, misma que ya sabemos que nunca alcanza para los pobres. Aunque de acuerdo a la Ley General de Educación se establece que el presupuesto para la educación en general no podrá ser menor al 8% del PIB, y dentro de ello el 1% como mínimo se deberá destinar a la educación superior, investigación científica, y humanística, desarrollo tecnológico e innovación. Sin embargo, no hay la demostración de que ello baste para garantizar la educación como un derecho pleno y no como un “apoyo” para que la gente “se ayude”.
En nuestro Programa Mínimo de Lucha reivindicamos la necesidad de garantizar el acceso universal a la educación pública, científica y gratuita, cuyo cumplimiento real implica mucho más que las medidas que vemos implementadas por el gobierno actual, pues a final de cuentas estamos hablando de un derecho y no de una dádiva de algún buen corazón, derecho que bien es sostenible con los grandes excedentes de valor que produce el trabajador y que van a parar a manos de los grandes potentados de este país, como ganancias que se multiplican cada vez más, aún en este sexenio.
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